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Alicia Valverde

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lunes, 20 de octubre de 2014

Secuestrado por amor






     El pomo de la puerta crujió tímidamente, pero no consiguió que se abriera.   El prisionero quería salir de aquella estancia oscura y húmeda en que se hallaba.  Era mucho tiempo de encierro y su paciencia se agotaba.  Daba vueltas sin cesar en la pequeña celda, y cada día que pasaba le parecía más agobiante la situación.  A veces, lo intentaba moviendo el pomo;  otras, dando patadas a la puerta, pero no obtenía respuesta alguna de sus guardianes.   Ahora bien, aunque eran inflexibles en mantenerlo encerrado, siempre tenía su comida dispuesta.   Era el único consuelo que le quedaba al pobre, saber que alguien se acordaba de que estaba en esa cárcel.

     Se preguntaba continuamente por qué motivo le habían condenado a vivir así, y no hallaba la respuesta.  “Soy inocente, inocente”–repetía-   En ocasiones, oía voces próximas a su celda, y trataba de averiguar, sin éxito, que decían.  Una de ellas le era muy familiar. “Quizás venga a interceder por mí” –se preguntaba-, pero los días seguían transcurriendo y…  ¡nada!   A veces, incluso, le sometían a horribles torturas, haciéndole pasar por encima del cuerpo una especie de rodillo, que, además de presionarle, emitía un extraño y, a la vez,  molesto sonido.  En algunas ocasiones, entraba un poco de luz que se filtraba a través de un túnel que conducía hasta su mazmorra, pero sus captores abrían aquella puerta solo de vez en cuando.

     Las horas habían consumido los días;  los días, las semanas y las semanas, los meses. Él sentía en sus carnes cómo se iba haciendo mayor en aquel encierro, sin poder remediarlo.    Hasta que un buen día decidió poner fin a su cautiverio y pasó a la acción.  El plan consistía en hacerse oír de tal manera, que retumbara todo el recinto. Empezó golpeando la puerta con pies y manos, y como esta no cedía, la emprendió a cabezazos. Tampoco funcionó.  Así que se puso de espaldas y forzó con el trasero la maldita cancela, hasta conseguir que se tambalease.  Entonces comenzó a gritar: ¡Quiero salir! ¡Quiero salir!  Y al hacerlo, vertió sin querer el agua que tenía para beber.

     ¡Quiere salir! ¡Quiere salir! ¡Ya está aquí!  ¡Estad preparados que ya sabéis que viene de nalgas!   ¡Empuje, empuje un poco más! –Decía la matrona- Y, al momento, se produjo el milagro de la vida.  Sergio salió del vientre materno  y al contemplar la luz del día lloró.   Lloró con rabia también cuando le cortaron el cordón umbilical.  Maravilloso Síndrome de Estocolmo que le unirá de por vida a la madre.  







Autor: Aurelio Ramos